"Estamos limitados entre lo que
somos y nuestras posibilidades"
Italo Calvino (1923-1985).- La aventura de un matrimonio.
"EL obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo camino que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de su mujer Elide.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos al entrar de él, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba del trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero.Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando los dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
A veces en cambio entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban.....
A esa hora la casa siempre estaba caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos juntos al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentrifico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban con unos abrazos.
Pero de pronto Elide: -¡Dios mio! ¿Que hora es ya?- y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. Lo ha atrapado -pensaba-, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al "once", que llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el del Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado , como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se deslizaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo hacía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en la silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje- decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde...
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de la mano.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba a abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atras el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que tambien Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura". (Italo Calvino, extracto de su cuento aparecido en su libro de 1970 "Los amores difíciles")
José Saramago (1922-2010).- La busqueda.
"...La conclusión no había añadido gran cosa a las premisas, desde el principio de su vida don José sabe que sólo necesita tiempo para usar la paciencia, desde el principio espera que a la paciencia no le falte tiempo. Se levantó y, fiel a la regla de que en todas operaciones de búsqueda lo mejor es comenzar siempre por una punta y avanzar con método y disciplina, atacó el trabajo por el extremo de una de las filas de estantes, resuelto a no dejar papel sobre papel sin verificar si, entre el de abajo y el de encima, otro papel estuviera escondido. Abrir una caja, desatar un mazo, cada movimiento que hacía levantaba una nube de polvo, hasta tal punto que, para no acabar asfixiado, tuvo que atarse el pañuelo sobre la nariz y la boca, un método preventivo que los escribientes debían seguir cada vez que iban al archivo de los muertos en la Conservaduría General. En pocos minutos se le pusieron las manos negras, el pañuelo perdió lo poco que le quedaba de blancura, don José se convirtió en un minero de carbón a la espera de encontar en el fondo de la mina el carbono puro de un diamante.
La primera ficha apareció al cabo de media hora. La niña ya no usaba flequillo, pero los ojos, en esta fotografía sacada a los quince años, conservaban el mismo aire de gravedad dolorida. Cuidadosamente, don José la puso encima de la silla y continuó buscando. Trabajaba en una especie de sueño, minucioso, febril, bajo sus dedos se escapaban las polillas espantadas por la luz y, poco a poco, como si removiera los restos de un túmulto, el polvo se le agarraba a la piel tan fino que atravesaba la ropa. Al principio, cuando le aparecía un mazo de fichas iba inmediatamente a la que le interesaba, después comenzó a demorarse en nombres, en imagenes, por nada, sólo porque estaban allí y nadie más volvería a entrar en esta buhardilla para apartar el polvo que las cubría, centenas, millares de rostros de muchachos y muchachas, mirando de frente al objetivo, el otro lado del mundo, a la espera no sabían de qué. En la Consevaduría General no era así, en la Conservaduría General sólo existían palabras, en la Conservaduría General no se podía ver cómo habían cambiado e iban cambiando las caras, cuando lo más importante era precisamente eso, lo que el tiempo hace mudar, y no el nombre que nunca varía. Cuando el estómago de don José hizo señales, estaban sobre la silla siete fichas, dos de ellas con retratos iguales, la madre debió de decirle, Lleva ésta del año pasado, no necesitas ir al fotógrafo, y ella llevó el retrato, con pena de no tener ese año una fotografía nueva. Antes de bajar a la cocina, don José entró en el cuarto de baño del director para lavarse las manos, se quedó asombrado cuando se vió en el espejo, no imaginaba que pudiera tener la cara en aquel estado, sucísima, surcada de regueros de sudor, No parezco yo pensó, y probablemente nunca lo había sido tanto. Cuando acabó de comer, subió a la buhardilla tan aprisa como las rodillas le permitieron, se le ocurrió que si faltase la luz, posibilidad a tener en cuenta con estas lluvias, no podría terminar la búsqueda. Suponiendo que no hubiese repetido ningún curso, sólo le restaba encontrar cinco fichas, y si se quedase a oscuras, su esfuerzo, en parte, se habría perdido, ya que no podría volver a entrar en la escuela. Absorto en el trabajo se olvidó del dolor de cabeza, del enfriamiento, y ahora notaba que estaba peor. Volvió a bajar para tomar otros dos comprimidos, subió sacando fuerzas de flaqueza, y retomó el trabajo. La tarde se aproximaba a su fin cuando encontró la última ficha. Apagó la luz de la buhardilla, cerró la puerta y, como un sonámbulo, se enfundó la chaqueta y la gabardina, limpió lo mejor que pudo las señales de su paso y se sentó a esperar la noche. (José Saramago, fragmento de su libro de 1997 "Todos los nombres")
Este es un pretencioso Manual de Autosuficiencia Ética, que está compuesto en diferentes partes, formado a base de fragmentos
breves recogidos con la intención de fomentar su lectura, de facilitar el pensamiento y el
desarrollo personal. Recordando, exponiendo y respetando, los interesantes ideales de
diferentes personalidades de la historia, donde se abarcan conceptos
diversos como los: sociales, filosóficos, políticos, literarios,
artísticos, ficción y etc..., todavía muy válidos para la actualidad.
Porque, en sí, leer ya es un acto ético.
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