Archivo del blog

20 jun 2020

El chico del manicomio (Cuento-narración)

Responder
"La locura  posee multitud de facetas y además no tiene medida"

 "De todo lo que me impresionó de aquel hospital, fue aquél muchacho que siempre permanecía de pie, balanceándose de adelante hacia atrás con un ligero impulso de sus piernas. Tenia las manos entrelazadas haciendo puñetas con los pulgares de sus dedos y la mirada permanente en el cielo que dejaba ver una pequeña ventana. También movía sus labios, como si rezara alguna oración, o como si entonara siempre la misma canción.
Así se pasaba los días, con esos mismos movimientos, un día tras otro. Al principio de conocerlo, a los cinco o diez minutos ya te agotabas de verlo, y lo maldecias porque su condenado baile producía un cierto aturdimiento.
Había otros enfermos peores que él, que por diversión y como medio de pasar el aburrimiento, le hacían pesadas bromas, llegando incluso a escupirle. Pero él sin inmutarse, seguía su imparable balanceo. Otros le empujaban y le tiraban al suelo, pero él se levantaba y continuaba  en su vaivén como si nada hubiese pasado. El mundo para él, era ese medio metro cuadrado de balanceo. En la hora de mi instancia, ya me daba pena verlo así, y tuve que cambiarme de lugar para evitar verlo porque ese dichoso baile te transmitía cierto malestar. Cuando transcurrió unas tres horas aproximadamente, empecé a inquietarme y a la vez me preguntaba que seria de ese pobre muchacho y entonces fui a visitarlo de nuevo. Seguía en ese medio metro arriba y abajo. En lo que duró mi instancia en ese lugar, tuve la oportunidad de observar, que solamente interrumpió su movilidad, cuando un diminuto gorrión se coló por esa pequeña ventana abierta que servía a la vez de ventilación. El muchacho hizo una interrupción agachándose, se acercó hacía el pajarillo, y este se dejó atrapar entre sus delicadas manos y así le ayudó a recuperar su libertad. Al poco rato, las enfermeras que eran unas monjas de uniforme blanco, llamaron al muchacho para darle de comer llamándole -¡Juanito vamos, que ya es hora de comer!-, y cuando llegó la cena otra monja le dijo,-¡Pepito, ya es hora de cenar!-. En ambos casos venían y lo recogían para atenderlo y alimentarlo. Me pregunté cual sería su verdadero nombre, aunque el nombre parecía ser, que era lo de menos.Tuve curiosidad y miré  al cielo para saber que era lo que observaba este muchacho, pero solo vi nubes y unos pájaros.
No dejé de perderle interés,y quise imaginarme lo que le podía rondarle por la cabeza, y me fijé que apenas pestañeaba. Me acerqué a un palmo de su rostro, diciéndole algunas palabras amables y cariñosas, pero él seguía en su pequeño vaivenear continuando con sus puñetas con los dedos. Solo hizo una ligera mueca como si quisiera sonreir. Me atreví a preguntarle a las -Hermanas Enfermeras de La Caridad del Espíritu Santo-, sobre la enfermedad del chico. Pero me respondieron, que eso no me incumbía, y otra me dijo, que por culpa de una enfermedad mental que se llamaba -depresión-.
Un día, quise imitarlo como curiosidad para saber cómo me sentiría balanceándome. Pero apenas logre superar una hora. Algo parecido a una danza derviche me hizo entrar en una especie de trance. Acabé mareado y desorientado como si hubiese perdido por mucho tiempo la realidad, y terminé en el suelo con ganas de vomitar. Mientras él, seguía su marcha atlética sin importarle nada de lo ocurrido. Entonces ya me imaginé, o más bien acerté en saber, que él mentalmente, no estaba en este mundo.
No fue una sensación agradable la que sentí, por lo tanto, supuse que él tampoco lo estaba pasando bien. Una experiencia que me puso la piel de gallina al poder comprobar que, en la mente no existe el límite, y que atravesando la linea de la conciencia, inclusa ella, te podía hacer perder para siempre la razón.
Me quedé unos días más sin acercarme al muchacho, ni siquiera quería saber nada de él. Le miraba tras las cortinas de la habitación de reojo, como aquel que no quiere mirar, pero que mira, y no me atreví a más.
La última vez que me acerque a él, y echándole mucho valor, me sorprendió. Estábamos en la soledad de un atardecer, y de golpe y porrazo, se paró de repente. Detuvo su balanceo en una posición intermedia de su habitual vaivén, quedándose como una figura estática, pero de carne y hueso. Giró su cara mirándome a los ojos y me confeso en voz muy baja que:-El tiempo era como un fluido que nos devoraba la vida-. Esa también fue la primera y última vez que le oí hablar".

                                                    *******

Rfa:02/10/2011 2:45