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4 mar 2022

El Reino, relato de Herman Hesse

 "Los hechos no dejan de existir aunque se los ignore" (Aldoux Huxley).

"Sin duda tienen razón quienes dicen que la guerra es el estado original y natural. El hombre, como animal, vive mediante lucha, vive a costa de otros, teme y odia a otros. La vida es, pues, guerra" (H. Hesse).



*"Érase un país grande y hermoso, aunque no precisamente rico, en el que vivía un pueblo honrado, modesto pero sano, y que estaba contento con su suerte. No abundaban allí las riquezas y la buena vida, la elegancia y el esplendor, y algunos vecinos más ricos observaban no sin cierta burla o irónica compasión a los sencillos habitantes del extenso país.

   Pero había cosas, de esas que no pueden adquirirse con dinero y que, no obstante, son muy apreciados por el hombre, que florecían generosas en aquellas tierras por lo demás faltas de gloria. Prosperaron tanto que con el tiempo aquel país pobre se hizo famoso y admirado, pese a su poco poder. Brillaban allí la música, la poesía y la sabiduría, y del mismo modo que nadie exige de un gran sabio, predicador o poeta que sea rico, elegante y de gran categoría social, honrándole, sin embargo, por su valía, trataron los vecinos poderosos a ese singular pueblo.

   Se encogían de hombros ante su pobreza y su incapacidad y torpeza para las cosas del mundo, pero hablaban con interés y sin envidia de sus pensadores, poetas y músicos.

   Y poco a poco sucedió que si bien  el país de las ideas seguía pobre y con frecuencia sufría la opresión de sus vecinos, que por éstos y por todo el mundo se fue extendiendo una continua, queda y fértil corriente de calor y riqueza de pensamientos.

   Algo había, no obstante, una circunstancia ya antigua y sorprendente, por la que el pueblo no sólo era objeto de las burlas de los extranjeros, sino que también sufría y se atormentaba él mismo: las diversas razas del hermoso país no se habían llevado nunca bien entre sí. Incesantes eran las disputas y los celos. Y aunque de vez en cuando surgía la idea, proclamada por los más preclaros hombres del pueblo, de que convenía unirse y colaborar de manera amistosa, el solo pensamiento de que, en tal caso, una de las muchas razas, o su jefe, se alzaría por encima de los demás y tendría el gobierno en su mano, repugnaba tanto a la mayoría, que tal unión no habían llegado a realizarse nunca.

   Por fin, la victoria sobre un soberano y conquistador extranjero, que había castigado seriamente al país, pareció querer producir la tal necesaria unión. Pero las diferencias volvieron a surgir más que de prisa. Los numerosos pequeños príncipes oponían resistencia y los vasallos de estos habían recibido tantos favores en forma de cargos, títulos y condecoraciones de colores, que entre ellos reinaba generalmente el contento y nadie tenía ganas de innovaciones.

   Entretanto en el mundo entero tenía efecto aquella revolución, aquella extraña transformación de hombres y cosas había brotado cual fantasma o enfermedad del humo de las primeras máquinas de vapor y estaba cambiando la vida en todas partes. El mundo se llenaba de trabajo y actividad, era gobernado por máquinas y se veía impulsado a trabajar cada vez más. Nacieron  grandes fortunas, y el continente que había inventado las máquinas dominó aún más que antes al resto del globo, distribuyó los restantes continentes entre sus miembros más poderosos y, quien no tenía poder, no obtuvo nada.

   También por el país del que hablábamos pasó la ola, pero su parte no pasó de ser modesta, como correspondía a su papel. Los bienes del mundo parecían repartidos, una vez más, y aquel país pobre apenas había recibido nada.

   Entonces, y de forma inesperada, todo tomó otro rumbo. Las viejas voces que reclamarán la unidad de las razas no habían enmudecido nunca. Surgió un brillante y poderoso estadista, y una feliz y magnífica victoria sobre un gran pueblo vecino fortaleció y unió por fin el país, cuyos componentes fraternizaron fundando un soberbio imperio. El pobre país de los soñadores sabios y músicos había despertado, era rico y estaba unido e inició su carrera de gran potencia junto a los hermanos mayores. Fuera, en el ancho mundo, ya no quedaba mucho que robar y conquistar; en los continentes lejanos, la joven potencia se encontró con que los lotes ya estaban repartidos. Pero el espíritu de la máquina, que hasta entonces sólo se había ido imponiendo lentamente, floreció de manera asombrosa. País y pueblo se transformaron con rapidez. La nación antes poco importante se hizo rica, poderosa y temida. Acumuló riquezas y se rodeó de una triple línea de soldados, cañones y fortificaciones. Los vecinos, inquietos ante la actitud de la joven potencia, comenzaron a sentir desconfianza y temor, por lo que igualmente se pusieron a construir empalizadas y cañones y barcos de guerra.

   Más esto no fue lo peor. Había dinero con que pagar esas enormes defensas, y aunque nadie pensaba en una guerra, los preparativos seguían adelante, por si acaso, ya que los ricos les gusta ver protegido su dinero con muros de hierro.

   Lo realmente malo fue lo que ocurría en el interior del joven reino. Aquel pueblo, que durante tanto tiempo había sido objeto de burlas por un lado, y de admiración, por otro, que tanto espíritu y tan poco dinero poseyera, se daba cuenta ahora de lo bonito que era tener dinero y poder. Edificaba y ahorraba, comerciaba y hacia préstamos de dinero. Todos tenían prisa por ser bien ricos, y quién era dueño de un molino o una herrería, no veía el momento de poseer una fábrica, y quién antes daba trabajo a tres operarios, ahora necesitaba tener diez o veinte, y hubo quien tuvo centenares y miles de empleados. Y cuando más rápidamente trabajaban las manos y las máquinas, más rápidamente también se amontonaba el dinero...en casas de quién tenía habilidad para ganarlo. Los numerosísimos obreros, en cambio, no eran ya operarios y colaboradores de un maestro, sino que habían caído en la servidumbre y la esclavitud.

      Lo mismo ocurría en otros países. También allí el taller se convertía en fábrica, el maestro en señor, y el obrero en esclavo. No había país en el mundo que pudiera escapar a ese destino. Pero el joven reino tuvo la fortuna de que el nuevo espíritu e impulso del mundo coincidiese con su fundación. No arrastraba un antiguo pasado, ni riqueza de otras épocas, y pudo entrar corriendo en ese nuevo tiempo, como un niño impaciente. Tenía las manos llenas de trabajo y de oro.

   Amonestadores y exhortadores advertían al pueblo que iba por mal camino. Recordaban éstos las épocas pasadas, la quieta e íntima gloria del país, la noble misión espiritual que un día fuera su orgullo, la inagotable corriente de pensamiento, música y poesía con que regalaba al mundo. Pero la gente se reía de todo esto, ebria de felicidad con su joven riqueza. El mundo era redondo y daba vueltas, y si los abuelos habían compuesto poesías y escrito frases filosóficas, pues muy bien, pero los nietos querían demostrar que también sabían y podían hacer otras cosas . Por consiguiente, en sus mil fábricas martilleaban alegramente en la construcción de nuevas máquinas, nuevos trenes, nuevos productos, y, por si acaso, siempre nuevos fusiles y cañones. Los ricos se apartaron de la plebe, y los pobres obreros se vieron solos y dejaron de pensar en su pueblo, del que formaban parte, para volver a preocuparse de los propios problemas y buscar la forma de seguir adelante. Y los ricos y poderosos que se habían provisto de tantos cañones y fusiles para poder defenderse de los enemigos del exterior, se alegraban de haber sido tan precavidos, porque ahora había también enemigos dentro del país, quizás más peligrosos que los otros.

   Todo esto halló su fin en la gran guerra que durante años asoló de manera tan tremenda al mundo y entre cuyas ruinas todavía nos encontramos, aturdidos por su estruendo, amargados por su absurdidad y enfermos de tanta sangre como corre aún en nuestros sueños.

   Y la guerra terminó de forma que aquel joven y floreciente reino, cuyos hijos habían entrado en batalla con tanto entusiasmo e incluso con alegría desbordante, se derrumbó. Fue vencido, terriblemente vencido. Y antes de que se hablará de paz, los vencedores exigieron del pueblo derrotado un duro tributo. Sucedió entonces que durante días y días, mientras el ejercito aniquilado corría a refugiarse en su patria, se cruzó en su camino con los símbolos de la perdida grandeza, que, en larga fila, salían del país para ser entregados al enemigo vencedor. Maquinas y dinero fluían del reino vencido hacia las tierras de los triunfadores.

   Son embargo, el pueblo capitulado había sabido reflexionar en el momento de mayor peligro. Arrojando del país a sus jefes príncipes, se había declarado a sí mismo mayor de edad. Nombrado un consejo popular, la nación manifestó estar dispuesta a aceptar la desgracia con toda su fuerza y su espíritu.

    Este pueblo que ha adquirido la mayoría de edad superando tan difícil prueba, todavía no sabe adónde conduce su camino, ni quién será su caudillo y salvador. Pero el cielo si que lo sabe, y también sabe por qué envío a este pueblo y al mundo entero el castigo de la guerra. 

   Y en medio de la oscuridad de estos días reluce un camino, el camino que ha de seguir el pueblo derrotado.

   No puede volver a ser niño. Eso no lo puede nadie. El Reino no puede entregar sus cañones, sus máquinas y su dinero y dedicarse de nuevo en sus idílicas y pequeñas ciudades a componer poesías y tocar sonatas. Pero si puede, si la vida le ha hecho pasar por errores y profundos sufrimientos. Podrá recordar cómo fue el camino anterior, su origen y su infancia, su adolescencia y el brillo que alcanzó, así como su derrumbamiento, y mediante este recuerdo hallará las fuerzas que de por sí le corresponden, para no volver a perderlas. Ha de penetrar - en si mismo-, como dicen los devotos. Y dentro de sí, en lo más hondo, descubrirá íntegramente su propia esencia, y está esencia no querrá huir de su destino, sino que lo aceptará, empezando de nuevo a base de lo más noble e íntimo que habrá hallado en su interior.

   De ser así, y si el pueblo pisoteado sigue con dignidad y buena voluntad la senda del destino, se renovará en él algo de lo que antes existió. De él volverá a fluir una queda y continua corriente que penetrará en el mundo, y los que hoy todavía son sus enemigos, escucharán de nuevo con emoción, en el futuro, los murmullos de este maravilloso río"

(del 8 de diciembre de 1918). Relato incluido en su libro Escritos Políticos 1914-1932

Herman Hesse nació el 2 de julio de 1877 en Calw, Württenberg, Alemania. Hijo de misionero de origen báltico Johannes Hesse, y de Marie Gundert. En 1911 viajó a la India, y durante la I Guerra Mundial se trasladó a la Suiza Meridional. En 1942 recibió el Premio Nobel de Literatura. Muere en Montagnola ,Ticino, Suiza, el 9 de agosto de 1962. 

   Sus obras más admiradas entre su extensa literatura y pensamientos son: Peter Camenzind publicado en  1903, Bajo la Rueda en 1906, Gertrud en  1910, En el Camino (poemas) de 1911. En el período 1914- 1919, durante la guerra se dedica a la ayuda a los prisioneros, y aparecen algunas publicaciones relacionadas con ellos. Demian en 1919, El Lobo Estepario y Viaje a Núremberg en 1927, Narciso y Goldmundo en 1930, Siddhartha en 1931, Viaje a Oriente en 1932, en el período de 1932-1942 trabaja en su novela El Juego de Abalorios donde en 1943 aparece en Zúrich al ser prohibida por los nazis en Alemania. Todavía en la actualidad sigue siendo un referente y admirado escritor. 

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Este es un pretencioso Manual de Autosuficiencia Ética, que puede estar compuesto en diferentes partes, formado a base de fragmentos breves recogidos con la intención de fomentar su lectura, de facilitar el pensamiento y el desarrollo personal. Recordando, exponiendo y respetando, los interesantes ideales de diferentes personalidades de la historia, donde se abarcan conceptos diversos como los: sociales, filosóficos, políticos, literarios, artísticos, ficción y etc..., todavía muy válidos para la actualidad. Porque, en sí, leer ya es un acto ético.

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