"El juego es altamente moral. Sirve para arruinar
a los idiotas" (Santiago Rusiñol, pintor y escritor 1861-1931)
"Hasta en el robo puede haber principios y lineas de las que
no hay que pasar"
""Como cada fin de semana, el sábado por la noche, se encerraban en aquel dichoso bar, unos cuantos vecinos jugadores de cartas. Así lo tenían acordado con su dueño, una reserva nocturna sin hora de
cierre y con las persianas bajadas para las partidas de poker. Sus jugadores solían ser los habituales, unos simples aficionados a ese deporte que de cuando en cuando se presentaba bajo previo aviso, un participante ajeno a esa mesa de juegos. Otros jugadores como ellos que quieren cambiar de ambientes, y ponerse a prueba de sus habilidades o en tácticas en que la suerte tiene mucho que ver.
Era una mesa redonda para seis a ocho jugadores en una parte apartada al fondo a la derecha del bar, justamente enfrente de los servicios. Durante el día esa puerta de esas cuatro paredes aparentaba que guardaba los trastos típicos de los servicios de una hostelería. Estaba muy bien camuflada para las posibles denuncias e inspecciones que cuando llegaba esa noche, en cinco minutos quedaba totalmente despejada de sus trastos.
El ambiente de cualquiera de una de sus noches, era opuesto a lo habitual de cada día de la semana.
Llegaba a tener hasta un público muy reservado y limitado para contemplar sus partidas en total silencio, ya que cualquier palabra o gesto se podían entender con motivo de sospecha que pudiera delatar la carta del contrario. Para algunos de ellos, esas partidas de poker, se convertían en momentos de tensión. Depende de sus jugadores no excedía de ciertas cantidades en sus apuestas, pero había otras que sus miembros se calentaban o se picaban porque creían que tenían en sus manos la jugada perfecta o ganadora y subían sus apuestas. Alguna noche que otra espontáneamente las apuestas alcanzaban a miles de euros. El que ganaba tenía que cubrirse las espaldas por temor de ser traicionado al salir, y algunos de ellos hacían una llamada telefónica para que alguno de confianza le viniera a recoger, y si fuera robusto mejor.
Entre estos jugadores se encontraba Peret, un jugador mediocre y habitual en sus jugadas nocturnas. No solía apostar muy fuerte y sabía retirarse a tiempo cuando las cartas no estaban a su favor. Sabía distinguir las partidas que prometían de las que eran para pasar una noche más. Conocía casi perfectamente a sus contrincantes, y se supone que ellos también debían de conocer a Peret. De todas formas, siempre aparecía alguna sorpresa inesperada o que algún jugador tenía la escalera de color o el repoker de la noche. y todas las mejores cartas iban a parar en sus manos.
El pequeño salón se llenaba de humo de sus cigarros, de sudor y de alcohol. La luz debía de ser tenue y procurando no llevar ciertos tipos de gafas para no reflejar la jugada que tienen en sus manos.
El silencio alrededor de esa mesa era el reinante que era interrumpidos por la voz de las apuestas y los golpes de billetes en su superficie. Se podía abandonar la sala en silencio y en precaución cuando uno lo creyera necesario. La seguridad y la permanencía de esas jugadas dependía del respeto que se tuviera.
En las partidas clasificadas como normales en las que no entraban los miles, sino los cientos de euros, era las que les prefería Peret. En esas eran normales ganarse unos billetes de más, y poderse ir a casa contento.
Era muy habitual que el ganador, al acabar la partida final, ya entrando en la madrugada, invitara a unas rondas de whisky a los supervivientes de la mesa. Peret, cuando ganaba, siempre lo hacía, y no una vez, sino hasta dos rondas seguidas. Siempre invitaba diciendo que la ronda ¡la paga la abuela!.
Siempre que triunfaba, lo mismo, ¡ invito a una ronda, que paga la abuela!. Así la mayoría de las veces.
Una vez, cuando terminó una de las partidas y dirigiéndose a casa con un amigo, ambos muy contentos por los efectos etílicos, este le dijo que tenía una abuela muy generosa al pagar esas rondas de whisky. Peret le contesto que ya no tenía ninguna abuela y ningún familiar cercano, confesándole casi borracho, que ese dinero se lo robó a una anciana. Su amigo quedó sorprendido de lo que estaba escuchando, pidiéndole que le contara su historia.
Peret trabajaba en un banco atendiendo al público tras un mostrador. A ella venía cada principio de mes la abuela María a recoger su pensión. El tiempo y las confianzas hacen que se conozcan las personas, y Peret se acabó enterándose de que la anciana María vivía sola y que no tenía descendientes. Nunca recogía su pensión completa, siempre decía: ¡Sr. Peret, estos cien me los mete en la cartilla! ¡Nunca se sabe que a pesar de mi avanzada edad, las sorpresas que me puede dar todavía la vida!. Poquito a poquito empezó a sumar esa cartilla de ahorro una cierta cantidad considerable.
Hasta que llegó el momento que pasaron unos meses que la simpática María no pasaba a recoger su pensión. Y Peret se interesó por su estado de salud, enterándose por sus vecinos que la anciana había fallecido.
Como es normal, la cuota de María desapareció de los presupuestos de la jubilación, pero quedaba abierta la cuenta de ahorro que parece ser que nadie iba a reclamar.
A Peret le rondaba mucho por la cabeza esa dichosa cuenta, sabía que con el transcurso del tiempo, ese dinero se lo iba a quedar el Estado o su propio banco. Siempre hay triquiñuelas para hacer lo imposible. Así que se propuso un plan que lo llevó a cabo. Abrió una cuenta nueva que él con suerte podría disponer. Y poco a poco, mes tras mes, y durante un largo periodo, fue traspasando en pequeñas cantidades los ahorros de María a esa nueva cartilla. De ese modo, nunca levantó sospechas y terminó por apoderarse del dinero de la abuela, que sigilosamente y meticulosamente iba sacando.
Peret tuvo suerte, se jubiló anticipadamente por una reforma laboral de su banco, y nunca fue descubierto. Este suceso ocurrió hace algunos años, y los ahorros de la anciana se los gastó en whisky.
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