" Si me ves por alguno de
tus pensamientos,
abrazame que te extraño"
(Julio Cortazar)
"Quizás un abrazo no resuelva nada
pero a veces es muy necesario"
La mujer estaba agotada. La vida la había impuesto un ritmo muy difícil de sobrellevar: el trabajo, la casa, los hijos, y los quehaceres diarios junto a la monotonía, la tenían últimamente al límite de la intolerancia. Tenia muchas ganas de tirar la toalla, de abandonarlo todo. Un cambio en mi vida me iría bien- pensó-, pero eso seria como traicionar a todo aquello que le había hecho llegar hasta ese mismo momento. Traicionar a toda esa lucha que reconocía que no le había servido para nada; bueno si; para pagar la vivienda, comer, y los estudios de los hijos, pero... no es lo suficiente. De la vida siempre se espera algo más. Algo más que todo eso. Lo que menos esperas es encontrarse en un camino que no conduce a ningún lugar. Los años no pasan en balde y el cuerpo cada vez se castiga más.
Estaba muy cansada, reventada de trabajar sin parar, siempre con problemas pendientes. Se acostó en el sofá buscando y queriendo rememorar cuándo fue la última vez que se sintió relajada y feliz, indagando en su memoria ese último recuerdo de relax y felicidad. Necesitaba recordarlo y recuperarlo para saborear ese instante y volverlo a experimentarlo en su mente. Quizás así lograría aunque fuera por unos minutos, volver a ser feliz. Y buscando esos minutos de felicidad se durmió.
Cuando despertó, lo hizo con mal humor. No había logrado reconstruir ese momento, y enseguida lo dejó como una búsqueda imposible. La mujer volvió a las tareas diarias a la que enseguida se encontró sumergida. Al fin llegó la noche, y sin esperarlo ni desearlo, la mujer se despertó a las cuatro de la madrugada. Su busqueda le estaba dando la respuesta a esa hora tan vespertina. Recordó un día, mientras paseaba en unas ramblas, donde un hombre entrado en edad, daba unos abrazos milagrosos a cambio de unas simples monedas para ayudarle a su manutención. El hombre parecía simpático y de apariencia limpia, ¿por qué no darle una pequeña limosna y recibir unos abrazos a cambio? -pensó-, peor es pedir a cambio de nada.
Recordó que sacó de su bolso unas monedas dirigiéndose al mendigo. Mientras se acercaba, el hombre iba extendiendo los brazos hacia ella para recogerla. La mujer se acercó y se dejó sostener por aquellos fuertes biceps que le hacia recordar al <abrazo del oso>. La mujer notó una presión justa en el abrazo y por un instante creyó que se fundía formando parte de él. Las mejillas se rozaron, y ella notó la barba del hombre en su rostro, y percibió que su olor corporal no olía a nada. El abrazo duró un minuto, y la mujer le dió las monedas al hombre mirándolo a los ojos. Se sintió feliz porque comprobó que con el simple gesto de dar unas monedas, lograba dar la gratitud a esa persona.
Fue entonces cuando en aquella misma tarde, cuando llegó a casa notó el efecto del abrazo. De repente, le llegó la calma, la felicidad, la ausencia de dolor, la despreocupación. Una felicidad casi absoluta.
Pero todo tiene una duración, y las buenas sensaciones se pasan pronto. Ese instante, poco a poco se fue alejando de la mujer, sin ni siquiera, pensar que era debido al abrazo del hombre, sino, a una mera casualidad del destino.
Hasta ese momento de querer recuperar ese último instante de felicidad, la mujer no reconoció que todo el bienestar que había tenido se debia a aquel abrazo milagroso que anunciaba aquel pequeño y arrugado recorte de cartón.
Había transcurrido mucho tiempo de aquel agraciado encuentro, y ella pensó que recuperaría el alivio volviéndose a encontrar con el hombre y darse otro abrazo. Así que en la primera tarde que tuvo libre, fue a la misma rambla para su encuentro. Pero como es normal en estos casos, el hombre ya no estaba. La mujer preguntó a la vecindad cercana del lugar, pero ni siquiera nadie se acordaba del hombre y muchos menos <del que daba abrazos>. Con frustración la mujer volvió a su hogar, y allí prometió que no descansaría hasta encontrarlo, pues necesitaba otro abrazo desesperadamente para tener unos momentos de paz y de confort a su cansancio.
Así estuvo indagando cerca de un año en una imparable busqueda semanal, hasta que de repente e inesperadamente, allí estaba aquel hombre en la salida de un hospital ofreciendo sus abrazos, anunciándose con el mismo cartoncillo los <apretones milagrosos>.
A la mujer le faltó tiempo para abalanzarse hacia a él. El hombre la vió venir y comenzaba a abrir sus brazos hasta que la recogió y la hundió en su pecho con el justo y preciso abrazo como solía hacerlo. Cuando terminó, esta vez la mujer sacó un billete de su bolsillo y se lo entregó.
Todo seria diferente -pensó ella-, si tuviera a estos abrazos en mi casa. Nunca habia imaginado lo pleno y reconfortable que es sentirse abrazada. De repente, apareció en su memoria, el último abrazo de su marido, pero no recordaba la circunstancia. Solo le venía a la cabeza, la imagen última y de pocas palabras, cuando su marido le dijo: -voy a comprar tabaco-; y ya no volvió más. Ya nunca supo más de él, y los niños crecieron con la imagen de su padre en una fotografía familiar que presidia el comedor. Desde entonces continuó su vida casi en una soledad absoluta, sintiéndose culpable de la fuga de su marido.
Aquellos abrazos era lo único que le consolaba y sentía que recuperaba la paz que tanto necesitaba. Volvía semanalmente al encuentro del hombre de los abrazos. Poco a poco sentia mayor necesidad de fundirse en esos brazos, y poco a poco fue trabajando y conquistando el corazón de este hombre, al que finalmente, le propuso que se fuera a vivir con ella a su casa.
Las vidas de dos personas se unificaron. Una consiguió el abrigo de unos abrazos, y el otro, el abrigo de un hogar.
*(Imagenes de Kültür Tava.)
** Posteriormente a esta publicación, le dedico este cuento a Llorenç, que en pleno mes de diciembre del 2019, ofrecía abrazos gratuitos por el barrio de El Raval de Barcelona. Una admiración hacia él.
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